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EN LA MENTE DEL PARRICIDA

La negra vida de Andrés Rabadán

Elsa Fernández-Santos

Una noche, el espectro de Matías Rabadán desapareció de las pesadillas de su hijo Andrés. Matías llevaba ya más de cinco año muerto. Su hijo pequeño le había matado disparándole flechas con una ballesta y, desde entonces, su figura cadavérica asediaba el sueño del joven parricida. Andrés Rabadán, el menor de tres hermanos, fue declarado inimputable por una muerte cometida bajo la influencia de un brote psicótico y condenado a una medida de seguridad privativa de libertad. Le bautizaron como "el asesino de la ballesta" o "el loco de la ballesta" y le impusieron 20 años de internamiento. Han pasado 14 años y hace ya mucho tiempo que Andrés Rabadán soñó que el espectro de su padre dejaba de perseguirle. Una madrugada, así lo cuenta él, se encontraron cara a cara, se abrazaron y cada uno siguió su camino.

"Ni un solo permiso en 14 años", señala su abogado. "Y no tiene ninguna enfermedad mental. Está curado"

Rabadán (Premià de Mar, 1973) habla sin dramatismos de cómo mató a su padre. Después de 14 años de internamiento en los módulos psiquiátricos de diversas cárceles de Cataluña -como Brians, La Modelo o Quatre Camins- dice que puede reconstruir aquel horror con distancia, como si hablara de otra persona, y que mentiría si dijera que hoy le duele. "Durante muchos años tuve pesadillas terribles. Estaba trastornado. Los médicos hurgaron mucho en mí, y eso fue muy doloroso, lloraba sin parar; pero ahora puedo hablar de aquello como si yo fuera otra persona".

Lo cuenta un sábado al mediodía en una cabina de comunicación de la cárcel Modelo de Barcelona, donde lleva un año internado. Forma parte de una sala que se divide en pequeños cuartos separados por rejas y cristal. El griterío de las familias (la mayoría, de inmigrantes) obliga a hablar alto y a escuchar pegando la oreja al cristal. Los presos y sus visitantes manosean los cristales buscando un imposible cuerpo a cuerpo. Hay niños, algunos con globos. Su inocencia se agradece en un pasillo de muros amarillos y rejas verdes. Los funcionarios exigen el DNI a los hombres. Curiosamente, las mujeres pasan sin necesidad de identificarse. Con una lista en la mano, dos funcionarios van llamando a las visitas autorizadas.

Durante años tuve pesadillas terribles. Lloraba sin parar. Ahora hablo de aquello como si fuera otro

Rabadán tiene gripe y está pálido. Es menudo y sonríe. Su vida en prisión se ha traducido en tres intentos de fuga, uno de suicidio, una condena extra de año y medio y 5.000 euros de multa por enviar, en 2004, una carta con amenazas a una enfermera de prisiones, la escritura de dos novelas (la primera, Historias de la cárcel, publicada en 1994; la segunda, Cursillo Devi, saldrá el próximo otoño), varias exposiciones con sus dibujos (reflejo del mundo gótico de sus fantasmas), un romance que acabó en boda con una voluntaria de prisiones y ahora el guión de una película sobre su vida. Una reconstrucción personal que, según el director del filme, Bonaventura Durall, convierte a Rabadán en un preso excepcional.

Un caso "excepcional" también según su abogado, Jesús Gutiérrez. "Una vergüenza", asegura. "Probablemente estamos ante uno de los presos que llevan más años sin salir de la cárcel de toda España, ni un solo permiso en 14 años, y nadie sabe explicar bien por qué". Los diagnósticos cruzados de médicos peritos son el principal escollo en el caso. Según la Fiscalía de la Audiencia de Barcelona, el parricida presenta "un alto riesgo de conducta violenta en el futuro". Se remiten a "los últimos informes". Alto riesgo que niegan los médicos que le han atendido de forma continuada. Una psquiatra de prisiones que lo trató durante tres años, y que no quiere revelar su nombre, es rotunda: "No tiene ninguna enfermedad mental. Está curado. Es tan peligroso como tú o como yo".

El 6 de febrero de 1994, Andrés Rabadán mató a Marcial Rabadán con tres flechas de una ballesta marca Star Fire II. Vivían solos. La madre, Matilde Escobar, se había ahorcado en 1982 en su habitación. Sus dos hermanos mayores se habían ido de casa y él pasaba mucho tiempo solo. Padre e hijo habían terminado de comer, y mientras el padre preparaba dos vasos de leche, discutieron. El hijo, de 20 años, se encaminó entonces a su habitación. Allí estaba el arma medieval que se había comprado por Reyes. En el juicio, Andrés Rabadán declaró que quería a su padre y que le mató sin saber lo que hacía. Que oía voces y que las voces lo guiaban. Cuando vio que le había reventado la cabeza con la primera flecha, le disparó dos más, esta vez conscientemente. En su declaración explicó que lo remató para que no sufriera. Luego le quitó una de las flechas, le puso una almohada en la cabeza y lo abrazó. Así permaneció quince minutos, hasta que su padre murió. Entonces cogió su ciclomotor y se entregó a la policía de Palafolls. El joven los llevó a su casa, y allí esperó hasta la llegada la Guardia Civil mientras les hablaba de las clases del instituto y de su novia.

"Yo le he perdonado", asegura su hermana. "Y he rezado para que Dios le perdone. Sólo falta que lo hagan los demás"

La casa sigue en pie en el cruce de Sant Genis y la Nacional-II. El paisaje apenas ha cambiado en estos 14 años. Es una casa de dos pisos, con un huerto detrás y unos camiones aparcados en la puerta. Martín Rabadán era paleta en la zona y solía llevar a su hijo pequeño a las obras en las que trabajaba. Un mes antes de matar a su padre, Andrés Rabadán hizo descarrilar tres trenes de cercanías. Los titulares de los periódicos hablaban de "la vía del miedo" al referirse a los descarrilamientos. Un sabotaje profesional contra Renfe que no causó heridos, pero que podía haber sido mortal para cientos de pasajeros. Entonces todo el mundo era su enemigo, y, subido a la torre de telecomunicaciones de Sant Genis, el chico pasaba las tardes maldiciendo su existencia.

"Yo he perdonado a mi hermano", dice Mari Carmen Rabadán. "Y he rezado para que Dios lo perdone. Ahora sólo falta que lo perdonen los demás". La hija mayor ha tardado 14 años en hablar del asesinato de su padre. Ha sido peluquera, pero ahora trabaja como comercial en Palafolls. Tiene dos hijos. "De lo del abuelo se enteraron en el colegio. Todo fue horrible". Es una mujer atractiva, con una expresión dura en la cara, pero con unos ojos negros en los que se reflejan las luces de la cafetería donde intenta explicarse. Sentada, con las manos debajo de los muslos, confiesa que le pone muy nerviosa hablar de su familia. Ella fue la última persona en ver a su hermano antes del suceso, y de alguna manera se culpa por no haber detectado el grave trastorno que sufría. "Era un chico muy solitario, odiaba a todo el mundo porque se sentía rechazado. Mi padre lo obligaba a trabajar, él llegaba por las noches y se ponía a estudiar porque quería hacer otras cosas. Pobrecito. Cuando mi madre se suicidó, ni lloró. En cambio, se emocionó el día que le regalamos un microscopio. Yo le decía que la mama se había ido al cielo, y él me replicaba que no, que se había colgado. No se expresaba, lo llevaba todo dentro. Y yo no supe ver que acumulaba tanto dolor".

"Vivir con mi padre era un calvario", continúa Mari Carmen Rabadán. "Yo me fui porque no lo soportaba más. Y lo dejé sólo con Andrés, que para mí era como un hijo porque, cuando mi madre murió, yo me hice cargo de él. Sé que mi hermano hizo algo terrible. Pero es mi hermano y le quiero. Para mí es inocente. Era un crío desquiciado y harto, que de los 8 a los 18 años sólo sufrió. Yo sólo quiero que salga de la cárcel y que le dejen ser la persona que no ha podido ser. Ha cambiado mucho en la cárcel. Ha pasado de estar abatido y deprimido a estar fuerte y bien. Sinceramente, lo admiro. Es muy inteligente, y haré cualquier cosa por ayudarlo a salir. No entiendo por qué está donde está".

En el juicio declaró que la primera flecha reventó la cabeza a su padre, y que le remató con otras dos para que no sufriera

Rabadán no toma medicación desde 2002, año de su último intento de fuga. "Sin embargo", dice su abogado, Jesús Gutiérrez, "se mantiene la medida de seguridad a un preso que, según los propios forenses, ya no padece el trastorno psicótico por el que fue internado y al que ahora se le ha diagnosticado un trastorno narcisista y antisocial de la personalidad, conceptos muy ambiguos que se pueden aplicar a muchas personas que se sientan a nuestro lado sin convertirles en peligrosos". Gutiérrez se queja de que los exámenes psquiátricos en los que se basan los jueces consisten en una mera revisión anual. "Rabadán está en la cárcel sin recibir ninguna medicación. Si no está en tratamiento porque no lo necesita, y habiendo sido declarado inocente en el juicio, ¿cuál es la finalidad entonces del encierro? ¿Acaso piensan que estará curado automáticamente cuando hayan pasado los 20 años y un día? ¿Cómo es que todavía no ha tenido ni la posibilidad de una libertad tutelada? Es una chapuza".

Andrés Rabadán desgrana con media sonrisa su rutina carcelaria. "¿Qué hago? Pues me despiertan a las siete y media de la mañana. A las ocho desayunamos, y a las nueve bajamos a un patio diminuto donde sólo hay dos posibilidades: pasear o sentarse. A las once subimos otra vez a la celda. A la una comemos, y luego al patio tres horas más".

El preso escribe, lee y dibuja. No le dejan tener lápices de colores, y por eso se limita al dibujo a bolígrafo. Desde hace unos meses está de suerte: su vecino de celda es un joven al que le envían muchos libros. "Sus padres son muy cultos y tiene unos libros buenísimos. Le han condenado a siete años de internamiento porque se volvió loco y salió a la calle con un cuchillo en la mano. Hirió a uno, le hizo un rasguño con la navaja. Probablemente cumplirá los siete años. Si no le hubiesen diagnosticado un brote de locura, ni siquiera habría entrado en la cárcel. No tiene antecedentes".

"Los presos psiquiátricos no tienen voz en la cárcel. Son los olvidados", asegura el jurista Félix Pantoja

Para Félix Pantoja, vocal del Consejo del Poder Judicial y ex fiscal de menores, la situación de los presos psiquiátricos en España es un agujero negro en nuestro sistema. La línea que separa la cordura de la locura es frágil, y por ella se cuela el vacío legal de los presos declarados locos. La sociedad, además, no cree en la reinserción, sino en la seguridad. "La rehabilitación es casi inexistente. No hay permisos ni posibilidad de acceder a un tercer grado. Los presos psiquiátricos no tienen voz en la cárcel. Son los olvidados". Félix Pantoja cree que es una cuenta pendiente, y por eso propuso la creación de la figura del juez de vigilancia para medidas de seguridad, para conocer exactamente cuántos presos hay en España bajo esta situación. "Es un agujero negro del sistema español, son presos condenados al pozo, y por eso creo que debe crearse un juez especial para seguir estos casos". La paradoja, añade Pantoja, está en que el sistema penitenciario "cuida" a los presos psquiátricos, pero los despoja de todos sus derechos. "Es muy complejo. Tenemos una sociedad muy punitiva, que no quiere admitir que una sociedad libre y democrática tiene sus riesgos y debe asumirlos".

Durante sus 14 años de internamiento, Rabadán ha aprendido catalán y ha leído sin parar. "No me gusta la televisión, me agobia. Aquí solo ponen programas tipo Las tardes con Patricia, que te ensucian la cabeza. Prefiero leer. Si un libro no me engancha a las primeras 50 páginas, lo dejo, no quiero perder el tiempo. Ahora me han prestado La hoguera de las vanidades, y me gusta mucho".

Entre sus libros favoritos cita La montaña mágica, Las aventuras de Tom Sawyer, Bella del señor o La campana de cristal. Al entrar en la cárcel le diagnosticaron una esquizofrenia delirante paranoide, pero Rabadán ya no toma medicación. "Pasé años medicado, pero llegó un momento en que no quería tomar más pastillas y le pedí por favor a una de las psiquiatras que me atendía en la terapia que dejara de medicarme. Fue una mujer muy buena conmigo y me ayudó. Con ella empecé a curarme".

"No hay nada caritativo en mí. Sólo me enamoré", asegura su esposa, que era auxiliar de enfermería cuando se conocieron en la cárcel

Rabadán cree que el sexo ha sido la otra puerta para su curación. "Claro, en la cárcel también nos buscamos la vida. Aquí pasamos demasiadas horas y pasan muchas cosas", asegura. Antes de conocer a Carmen Mont (la auxiliar de enfermería con la que se casó el 2 de septiembre de 2003), Rabadán tuvo otras historias. Encuentros furtivos que, según explica, le abrieron la cabeza y le dieron aliento para querer curarse. "Andrés es muy guapo, tiene un lunar en la cara como el de Robert de Niro", afirma Carmen. "Todos tenemos derecho a una segunda oportunidad. Y yo se la he dado a él", dice la mujer en su casa de Mataró, un sótano con cocina americana y con dos sillones huevo en el suelo. Hace frío, y ella explica que el piso tiene bastante humedad. Lo ha comprado con una hipoteca a 40 años, trabaja descargando en la empresa de paquetería DHL de Mataró y dice que sólo espera ver a su marido en la calle. La casa apenas tiene muebles, sólo los dibujos que él le envía desde la cárcel. "Se puede ser feliz con muy poco", explica. "Es un hombre muy detallista, que sabe mantener la ilusión. Sólo con escuchar su voz por teléfono me pongo contenta. Todas las relaciones son complicadas. Mi ex novio no estaba en la cárcel y no funcionó. Claro que tengo miedo, pero si no me arriesgo ¿qué?".

Carmen y Andrés se conocieron en la cárcel de Quatre Camins. A ella le gustó él, y por eso empezó a dejarle notas escritas en la celda. "Yo iba a su zona para verle. Me apetecía besarle, y un día lo hice. No quería ayudarle, no hay nada caritativo en mí, sólo me enamoré". Carmen Mont asegura que pasa por horas bajas: "Ya ni me gusta ir a la playa. Soy muy alegre, pero me he ido apagando; no pensé que esto fuera ni tan largo, ni tan duro. Pero no camino sola por el túnel, y ni mi vida ni me relación son un fracaso. A veces soy débil, pero también soy muy luchadora. No creo que él sea un hombre peligroso. Lo consideran frío y calculador, pero es que lleva 14 años hablando de lo mismo. Todo el mundo le pregunta por su pasado, pero a nadie parece interesarle su presente. No nos dejan olvidar".

La boda fue una sorpresa para la hermana de Andrés. "Sabía que unas monjas le habían ayudado, pero no podía imaginar que en la cárcel uno podía llegar a enamorarse. ¡Mi hermano! ¡Pero si nunca expresaba nada! Llevaron la historia muy en secreto hasta que decidieron casarse. Me alegré mucho por él, y lo acabé entendiendo. ¡Abrazar, mi hermano ha aprendido a abrazar! Eso es importante". Entre los invitados a la ceremonia: un joven cineasta, un compañero del instituto, la hermana, otro preso amigo...

Bonaventura Durall (Barcelona, 1974) lleva seis años visitando a Rabadán. "Fui a la primera exposición de sus dibujos. Su historia me interesaba mucho. Dejé mi teléfono a los organizadores para que Andrés se pusiera en contacto conmigo. Lo hizo: no le interesaba contar su historia. Pensaba que hacerlo le perjudicaría dentro de la cárcel. Dos años más tarde se inauguró una segunda exposición, y yo empecé a escribirle. Durante seis meses nos carteamos, hasta que un día, en 2002, aceptó que le visitara. Nos hicimos amigos pronto; me pareció una persona muy crítica, nada alienada y, sinceramente, buena. Alguien con tanta voluntad de superación no es habitual".

El perdón es el título del documental que ya ha rodado Bonaventura Durall, y Las dos vidas de Andrés Rabadán, el de la película de ficción que empezó a rodar el 31 de marzo en Barcelona con el actor Alex Brendemühl interpretando al parricida.

Según el psiquiatra que en los últimos años ha tratado a Rabadán, los grados de peligrosidad de un preso se miden del 0 al 100 y se basan en tres factores: capacidad de crear vínculos exteriores, estado de la enfermedad y consumo de tóxicos. En los tres puntos, su paciente supera de largo los índices de normalidad. No se trata, además, de un psicópata por su sentimiento de culpa y la empatía que siente por el muerto. Pese a que, pasados los 13 años de reclusión, Rabadán podría empezar a padecer la enfermedad del preso (fobia social causada por su largo aislamiento), de momento se mantiene fuerte. "Sé que lo pasa mal, pero desde que le conozco jamás le he visto quejarse ni poner mala cara", dice Buenaventura Duvall. Él, la hermana de Andrés y su mujer se reparten las horas de visita de los fines de semana.

Aunque el preso ha escrito que le gustaría esconderse en una cueva y no salir hasta que la sociedad lo haya olvidado, no cree vivir una contradicción al exponer su vida: "Sufro una injusticia y haré cualquier cosa que pueda ayudarme". En su libro Historias desde la cárcel escribe: "Soy culpable, lo reconozco abiertamente. No me escondo, no iba drogado ni bebido. Mis problemas de entonces no eran más graves que los vuestros de hoy en día. Cabalgaba desbocado a lomos de mi ira. Un grave peligro. La cárcel era necesaria, no digamos que no. Me consta que, explicado así, parezco el psicópata que he negado ser. Sí, es un callejón sin salida, un embrollo. Era y no soy. Soy y no era".

En la cárcel Modelo de Barcelona, que cerrará sus puertas dentro de un año para convertirse en un hotel de lujo, Andrés Rabadán se marcha agarrando del brazo a otro preso mayor que él que no se encuentra muy bien. El griterío de las visitas apenas permite escucharlo cuando se despide fuera de la cabina de comunicación. "Otro con gripe", señala con gestos. Minutos antes se quejaba de que no puede apuntarse a ninguno de los talleres de cocina o informática que se organizan en la cárcel. "Quizá un taller de cocina, o de lo que sea, suena a poca cosa, pero en una cárcel son la vida. Eso sí, me obligaron a hacer un cursillo de Delitos Violentos, una especie de Alcohólicos Anónimos en los que uno confiesa su crimen. Si hubiese matado en mis cabales, hoy estaría en la calle; pero los locos estamos estigmatizados y nuestras condenas no las perdona nadie". -

Andrés Rabadán,  junto a la ballesta con la que mató a su padre, en una imagen de archivo.
Andrés Rabadán, junto a la ballesta con la que mató a su padre, en una imagen de archivo.
Una de las páginas del cómic que Andrés Rabadán ha creado para la película sobre su vida, y en el que recrea sus obsesiones y las circunstancias del asesinato de su padre.
Una de las páginas del cómic que Andrés Rabadán ha creado para la película sobre su vida, y en el que recrea sus obsesiones y las circunstancias del asesinato de su padre.

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Elsa Fernández-Santos
Crítica de cine en EL PAÍS y columnista en ICON y SModa. Durante 25 años fue periodista cultural, especializada en cine, en este periódico. Colaboradora del Archivo Lafuente, para el que ha comisariado exposiciones, y del programa de La2 'Historia de Nuestro Cine'. Escribió un libro-entrevista con Manolo Blahnik y el relato ilustrado ‘La bombilla’

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